Siempre quise ser madre. Desde que tengo memoria, ese deseo estuvo en mí, tan arraigado como el dolor que me ha acompañado desde los 12 años. Dolores insoportables, inexplicables, que ningún médico supo diagnosticar. Todo lo reducían a mi historia familiar complicada, a mi salud mental.
Es somático, decían. Solo quiere llamar la atención.
Así crecí, dudando de mi propio cuerpo, aprendiendo a callar el sufrimiento porque, al final, nadie me iba a creer. Y como nadie me creía, me lo creí yo también. Aguanté. Me convencí de que, si el dolor era parte de mi vida, lo único que me quedaba era ignorarlo.
Pero el deseo de ser madre seguía ahí. Y luché por ello.
Cinco embarazos. Cinco pérdidas. Cinco veces viendo cómo mi cuerpo fallaba, cómo la vida se escapaba de mí antes siquiera de comenzar. Y cuando por fin un embarazo consiguió seguir adelante, cuando logré que me atendieran en enfermedades raras, me señalaron con el dedo.

¿Cómo se te ocurre traer un hijo al mundo estando enferma?
Eres una irresponsable.
¿Irresponsable? ¿Después de años de pruebas, de dolores inexplicables, de médicos que no quisieron escuchar? ¿Después de una vida entera luchando contra un cuerpo que me traicionaba y un sistema que me ignoraba?
Pero ya era tarde.
Los partos fueron prematuros, difíciles. El segundo, en un pasillo, sin asistencia, sin anestesia, sin humanidad. Y después de todo eso, después de años de pelear contra mi cuerpo, llegó la peor verdad de todas: la maternidad no es compatible con la enfermedad.
Porque ser madre exige, devora, arrasa con todo. Y yo ya no tenía nada para dar.
Mi cerebro estaba herniado, aplastado dentro de mi propio cráneo. Mis huesos, mis articulaciones, todo mi cuerpo estaba fallando. No era psicológico. No era ansiedad. No era somático. Era real. Y tardaron más de 20 años en verlo. Para entonces, ya estaba destruida.
Pero la maternidad no espera. No da tregua. No entiende de dolor ni de limitaciones.
Mi hija fue diagnosticada con autismo y, poco después, yo también. De repente, mi vida entera cobró sentido y se desmoronó al mismo tiempo. No era una niña difícil, rara, antisocial. Era una niña que nunca había recibido el apoyo que necesitaba. Igual que yo ahora, igual que siempre.
Porque toda mi vida me dijeron que no lo hacía lo suficientemente bien.
Años de bullying me enseñaron que yo era el problema. Que si me insultaban, si me aislaban, era porque no encajaba, porque no sabía comportarme, porque no entendía las normas de un juego al que nadie me explicó cómo jugar.
Mi hijo nació y con él llegó otra batalla. Un tumor en la retina. Nos dijeron que no intervendrían mientras no creciera. Así que aprendí a vivir con esa bomba de tiempo en su ojo, mientras la mía latía en mi cabeza.
Cambie de trabajo y eso se convirtió en mobing laboral me recordaron que no importaba cuánto me esforzara, nunca sería suficiente. Mi autismo, fue la excusa perfecta para que todo lo que hacía estuviera mal. Que si hablaba demasiado era un problema. Que si hablaba poco también. Que si no reaccionaba como esperaban, entonces no encajaba.

Así que aprendí a escuchar. A dudar de mí. A hacerme pequeña.
Mientras tanto, mi marido no tuvo más opción que seguir trabajando. No podía permitirse dejar su empleo para cuidarme. Así que aprendímos a sostenernos. O al menos, a intentarlo.
Ahora intento gestionar la discapacidad. Estoy en un limbo burocrático. Un proceso lento, desgastante, que me obliga a justificar lo que es evidente: que no puedo más. Durante meses de terapia, llegué a una conclusión aterradora: ya no quería ser madre. Pero había un pero, claro que quería ser madre, pero no quería ser madre enferma. Porque así no puedo ser.
Porque la maternidad exige una entrega absoluta y yo ya no tengo nada que entregar. Porque para estar enferma, no puedes ser nada.
Y entonces, yo me pregunto: si las madres somos el origen y la continuidad de la humanidad, ¿por qué nos empeñamos en ignorar que necesitamos ser cuidadas?
El abrazo más grande para esta madre, y por encima de todo mujer. El problema nunca fuiste tú, ni tu deseo de maternidad, ni tu fuerza inmensa para seguir adelante. El problema es el sistema, la sociedad misógina que nos dice qué somos, que debemos ser, que debemos cumplir y cuáles deben ser nuestras metas. Ojalá el presente y el futuro mejoren, para tí y para todas.
Mucho ánimo y fuerza! Si es verdad que ser madre es muy duro y sobretodo acierta edad, pero también tiene cosas que reconforta! Centráte en lo bueno y sigue luchando!
Besos!
A. Moreno