Me llamo Carla, tengo 46 años y tengo una hija llamada Julia, concebida por ovodonación. Antes de llegar aquí tuve que enterrar a mis óvulos vitrificados, que murieron al descongelarse, cuando pretendí hacer una fecundación in vitro. Los había extraído a los 40, esa edad maldita. Y antes de eso acabé renunciando a un proceso de adopción internacional en el que estuve inmersa durante tres años y que dejaría a Kafka a la altura de un aficionado. Y mucho antes de eso, en mi veintena, la maternidad me parecía una cuestión sin el menor interés. Cuento todo mi viaje iniciático en el podcast Madre sola.
Mi historia podría ser la de cualquiera: simplemente, las cosas no me salieron como quería. Los hombres de mi vida -que solo han sido dos- no quisieron tener hijos conmigo. Así que mis expectativas sobre el amor en general se derrumbaron como un castillo de naipes.
Es verdad, que yo venía muy mal enseñada porque crecí en los ochenta y maduré en los noventa. Eso suponía concebir el amor como un ente supremo que ejerce una magia perpetua con el mecanismo infalible de una energía renovable y el ímpetu incombustible de un río que brota de una montaña. En este contexto, había que reservarse -las que hayan ido a colegio religioso como yo entenderán muy bien el término- para el amor verdadero que un día se quedaría prendado de ti al verte salir de una mercería, atrapado por tu aura de feminidad y delicadeza, y sentiría que eres el centro del universo hasta el final de sus días.
Yo pronto sospeché que en mi caso el relato no iba bien. En contra de lo previsto, no había en mí rastro de feminidad ni delicadeza. Mido 1´80 desde que tengo quince años y sufro tendencia al sobrepeso desde que tengo uso de razón. La mole, me llamaban. Tampoco tenía nada parecido al halo de misterio que caracterizaba a las protagonistas del cine clásico que veía en casa, al contrario, siempre he sido un libro abierto.
Las cosas cambiaron con el tiempo, algunas para mejor pero, no ser correspondida por mis parejas -que sí tuvieron hijos con otras personas- fue un golpe durísimo.
Aquí apareció el síndrome de la ventana: consiste en quedarte postrada en el alféizar de una ventana imaginaria autocompadeciéndote mientras contemplas la vida de los demás que tú querías para ti. La imagen sería parecida a Muchacha en la ventana, el cuadro de Dalí retratando a su hermana Ana María de espaldas mirando al mar. La diferencia es que tú estás de frente y tienes una cara de gilipollas…
Total, que un día salí de este letargo como quien ha estado a punto de ahogarse pero consigue salir a la superficie y boquea oxígeno para volver a la vida. Yo lo hice preguntándome: ¿Pero qué carajo es esto? ¿Un concurso de talentos? ¿Se supone que yo tengo que hacer un despliegue de encantos que probablemente no tengo para convencer a un hombre de que soy merecedora del regalo de su paternidad? Mira, no.
Me sacudí el polvillo que deja la sensación de fracaso y empecé a derribar barreras psicológicas, fundamentalmente dos: primero, emprender con ilusión -no resignación- la maternidad como un proyecto propio sin un partenaire y segundo, reivindicarme como buena madre. Esto último fue una lucha sin cuartel como todas las que libras contra ti misma que como enemiga eres una zorra del infierno. Yo pensaba “joder, si es que soy un desastre: no reviso las facturas, siempre tengo la casa desordenada, no tengo la menor idea de cuándo hay que cambiar el aceite del coche, si la receta es con cilantro pero yo tengo orégano lo mismo me da”. Estos pensamientos se resumían en un reproche que alguien me hizo una vez: “No eres hacendosa”. Esta acusación me taladró la cabeza durante largo tiempo y aún ahora me da una rabia…
No, no soy hacendosa. Ni muchas otras cosas deseables. Pero como compañera de viaje estoy bastante bien. Ahora, mi copilota es un mico de 9 kilos. El ser ideal para hacer cucharita y bizcochos, estrenar vestido para que piense que su madre es un pibón, entrar al salón el día de Reyes Magos, ver ET por primera vez, probar el helado de menta con trocitos de chocolate, llevar a Petra a la playa de perros, planear viajes a Roma o flipar con la puesta de sol de Trasvía que, como todo el mudo sabe, es la más bonita de España.
Buenas,
desprendes mucha energía y positivismo, te irá genial con tu peque, y no hay que entrar en clichés sobre el amor.
Un beso!
A. Moreno